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Apología

Quiero recordar hoy al hombre promedio

El hombre promedio se vacuna contra el COVID 19, y se salva porque cae dentro del 79% de la población protegida.

El hombre promedio nació en un hogar de clase media, con una mamá, papá y un perro.

Ahora adulto, gana un sueldo que está dentro del promedio de la población de su país. Vive en un departamento con cosas promedio: televisor, PC, equipo de música. Nada muy glamoroso, pero todo funcional.

El Hombre promedio vivió la edad promedio de su país, 82 años. Tuvo en su vida una mujer, una hija y un hijo, y un perro. Trabajó activamente hasta los 65 y luego se dedicó a realizar las tareas promedio de un jubilado: trabajar parcialmente para poder tener algo más de dinero, porque no alcanzaba con su pensión de hombre promedio, a cuidar a sus nietos, leer un poco y ver televisión.

El hombre promedio era ese que tenía medio pan, el medio que le correspondía por el promedio estadístico entre el que tiene 1 pan y el que no lo tiene (como acotó el poeta malhumorado).

El hombre promedio fue a un colegio promedio de clase media. Terminó con un perfecto promedio medio, casi calculado por la matemática mano del dios de los promedios. Ingresó a estudiar una carrera promedio (esas son ingeniería, periodismo, derecho, y otro del mismo grupo), y se incorporó al grupo de los estudiantes con amigos y parejas de universidad, largas noches de fiestas y otras tantas de estudio.

Se recibió, obtuvo su título y su familia celebró el evento como algo especial en sus vidas. Así como otras que lo estaban haciendo en ese mismo momento, en esa universidad y en otras muchas universidades alrededor del mundo entero. Todos disfrutando sus momentos especiales y únicos. Todas promedio.

Algunas veces en su vida, el hombre promedio miró hacia las estrellas, y las quedó mirando fijamente, paseando de una a otra como quién se descuelga entre las ramas de un bosque de puntos. Su corazón se calmaba en aquellas ocasiones, su mente se enfriaba a cuestionamientos promedios y entre tanto silencio y profundidad, su mente se abría. Vislumbraba por fracciones de segundo la inmensidad del universo, la bendición de simplemente estar ahí, en ese preciso momento de su vida. Como otros tantos millones que alguna vez perforaron con sus pupilas la superficie de los secretos del universo, que acariciaron la textura de la gran verdad única e incognoscible. La potencialidad de un cosmos increíble, inimaginable.

El hombre promedio suspiró en ese momento, y como una brizna de viento que se lleva lo increíble, aquella escalera sublime hacia lo infinito, el hombre promedio los dejó partir y regresó a sus pensamientos y problemas de hombre promedio.

Pocas veces se percató el hombre promedio de lo afortunado que era al estar resguardado bajo la curva del promedio. Tenía todas las protecciones, todos los beneficios, la vida señalada, la noche segura, el pan en su mesa. Un trabajo con problemas sin intensidades extremas, aire en sus pulmones, viajes al extranjero un par de veces en su vida. Niños a quienes decirles buenas noches cuando quisiera, un mujer que calentara su cama y con quien compartir los crecientes silencios que van teniendo las personas comunes al pasar los años.

Es cierto que no tenía las cumbres de las montañas, las olas salvajes y el estar montando en ellas. No tenía su oficina de avión en avión, ni la vista poderosa de las mejores casas, es cierto, y es una forma de vivir que nunca viviría. Así como las calles desiertas en plena noche, la picazón omnipresente en su pelo y su piel, la perenne presencia en los hospitales por una enfermedad que pocos o nadie entendía.

El hombre promedio, el hombre común, nada sabía de esto. Añoraba el cielo de la misma forma como le temía al infierno: como un sueño, un algo distante que se ve en la televisión o desde la orilla de la playa, desde las ventanas del bus o sentado en el auto a la espera de un cambio de semáforo.

Desde ahí, en un día promedio, puedo asegurarles que no estaba percatándose de lo afortunado que era.

Que era ser un fantástico y bendecido hombre promedio.

La canción del lobo

El viejo rey nórdico se enamoró de la bella y joven Fjôrde. La tomó con fuerza y poder, pero no pudo ganar su amor.
La veía cantar y mirar el fuego, y anhelaba que su corazón y deseo fueran para con él, mas ella era indomable: fría como el hielo de la superficie, ardiente como la sangre de los volcanes.
Podía encadenarla, explorarla y horadar su corteza buscando oro, joyas y hierro, pero no encontraría su corazón. Ella cantaba como el lobo y vestía con las estrellas de noche, y para él sería un fantasma, una figura en la neblina.
Pues el viejo rey sólo tomaría de ella su cuerpo y ella haría su voluntad como una costumbre.
El rey la ansiaba, y con el tiempo se fue alimentando de vacío, porque eso es lo que ella le daba. Y así languideció, condenado por una condena que él mismo se había dado.
Sus hombres cercanos lo miraban en silencio. Sabían que no había que tocar el tema en lo absoluto, pero era necesario ponerle fin a ese martirio. Creían saber cuál era el problema, y que este tenía nombre y cuerpo de mujer y esposa.

La noche en la que caía una suave nieve, entraron sabiendo que el rey dormía y ella no estaría a su lado. Se la llevaron a través del bosque, y al pasar, el lobo aulló y las aves que duermen de noche despertaron para seguirlos.

Peleó, eso sí, como el fuego. Se revolvió como la ventisca, y a pesar de su menudez, fueron necesarios dos hombres para contenerla. Si bien su destino ya estaba trazado, al llegar al final del camino la dejaron en el suelo, la desataron y le permitieron que se levantara dignamente y dijera así lo último que animaría su aliento. Era lo único que le permitirían hacer a su reina.

Se atuzó la túnica y los observó altiva.

  • Mirad que nobles caballeros. Cinco hombres que de hombres tienen poco, para llevarse a una mujer a la fuerza.

  • No hables de nobleza, mujer, mejor calla. Que tienes a nuestro rey en las miserias por vuestro desquerer.

  • Si, calla mujer. Tú eres de las veleidosas que vienen a esta tierra a destrozar los corazones de todo lo que toca. Tus ojos brillantes son una condena sin remedio, plaga. Escupo tu nombre al suelo, Fjôrde, y le pido a la parca que lo recoja.

  • Dejadla, compañeros, no es necesaria tanta plática. Esta mujer está condenada y estás serán sus últimas palabras. ¿Algo que decir al final del camino?

  • Sí, por supuesto. Yo sé que todos ustedes me han deseado, sucios, en secreto. ¿Creen que una mujer no se da cuenta de cómo la miran? ¿Y qué ni en el más remoto de sus sueños yacería con cualquiera de vosotros o cualquier hombre que holle esta tierra? Ahora sacais vuestras espadas para atravesarme, porque no hay otra manera en que podrán tocar mi propia tierra, sucios, cobardes, indignos, ¡Yo maldigo sus nombres!

  • Suficiente, acabemos con ella de una vez por todas -, dijo el menor, liderando el concierto del acero cuando se desenvaina.

Se acercaron a ella en medio círculo, rodeándola para que no escapara. Pero ella no hizo ni un gesto, pues su altivez hasta luz irradiaba.

Y así fue que estos canallas presenciaron el milagro que nadie debiera haber visto nunca. Fjôrde, bella y furia, Fjôrde, la de los cabellos de oro y la piel de plata, la de los ojos azules que los lagos boreales como suyos reclaman, la mujer de los témpanos de hielo, alzó los brazos y entre las nubes asomó la madre luna, iluminando en su palidez el espacio donde estaban. A la señal de la luz, todas las aves elevaron sus cantos al unísono, agitando sus alas desde los palcos en los que se encontraban.

Entonces ingresó el lobo al espacio. Enorme y silencioso, señor de esas tierras. Era negro y en sus ojos habitaba la temible quietud previa a la tormenta que todo lo devora.

Ella lo miró de reojo y sonrió. Luego enfrentó al grupo de hombres que titubearon desconcertados.

  • ¿Qué os pasa? Tan valientes no es veís ahora, nobles caballeros.

  • Entonces era cierto, esta mujer es una bruja.

  • ¿A eso es lo que temeis? – dio ella con sorna – ¿Que una mujer sea bruja?

  • Matadla, ¡Ahora!

Se abalanzaron sobre ella y entonces, una sola voz y una sola orden salieron de ella.

  • ¡Alto!

Y como por arte de magia, los cinco hombres al instante pararon.

  • Ha sido suficiente de niñerías, y miedos de niñatos. Les diré que es lo que ha vuestro viejo rey le está pasando.

Cuando él se enamora de algo, la toma por asalto. Y lo que se adquiere a la fuerza, espanta a la libertad.”

Y ustedes cobardes, ¡perros! ¡Jauría sin sentido y sin respeto! ¡Cayeron por nuestras aldeas, mataron a nuestros hombres, nuestros corderos, se repartieron las mujeres y las tierras como odres de vino! ¿Y luego venis a reclamar amor?

Yo le he enseñado una lección a vuestro rey; quién construye fortalezas no puede salir sin armadura, sin vestiduras, sin corona, a pasear por sus tierras. Y con guantes no tocas la tierra. La amañas, la amasas, construyes con ella, pero no puedes sentirla. Entendió que tener mi cuerpo no es tener ni mi amor ni mi alma, como poseer un reino no le hace estar en el viento, o en el bosque y el agua. Se dio cuenta de que se ha separado él sólo del mundo. Y lo que tiene a la distancia de su mano está al mismo tiempo tan lejos que no hay forma de alcanzarlo. Le enseñé que perdió, porque la forma no es el alma.

Y eso, necios, es lo que siempre ha querido vuestro rey. Me lo ha confesado cuando languidece en cama, lanzando migajas patéticas en busca de mi regreso. Está condenado por una ansiedad que los placeres no calman y que las conquistas no sacían.”

Los hombres la miraron consternados, pues sentían veneno en sus palabras. Eran necedades, diría cualquiera, pero ahí, en aquel anfiteatro de un bosque la luz de la luna, con los animales espectando aquella escena, algo de magia tenían que tener. Algo de cierto.

  • Si te salvamos, ¿algo cambiará?

  • Nada – dijo la reina – No es obra mía, sino su propia impericia y descontento. Sólo él podría salir de su encierro, caminando sólo por los bosques, tocando cortezas, rindiendo su ego. Escuchadme bien: cuando encuentre al hombre sabio a la orilla del lago, díganle que le entregue su corona. Tiene que ir sólo, sin escolta ni escudo. Sólo cuando se la entregue, encontrará lo que le hace falta.

  • Entonces, ¿no vas a defenderte?

  • Ahora me voy. No podrán detenerme. Mi fuego es interno, llevo el orgullo de la tierra en mis venas, así sea que la vierta hoy o en cien años más. Como ven, ustedes han sido mi puerta; para mí es mi salida del encierro, para su rey el umbral entre una vida vacía o el encuentro de aquello que tanto anhela.

Los hombres se miraron entre ellos, al lobo, a la reina, y actuaron al unísono.

El rey lloró con rabia y con pena al saber que ella se había ido. Sus hombres le contaron de su huida y del fatal desenlace, trayendo como prueba la cabeza de aquel viejo lobo. Su duelo fue largo, y en todas los hogares del reino se encendieron antorchas en recuerdo de la joven de ojos azules profundos y fríos.

Fue el más viejo de sus camaradas quien, tiempo después, le contó las últimas palabras de la reina. Quedó sumido en pensamientos largos, y un día, les dijo que saldría a buscar su destino y el reino en sus manos quedaba para hacerlo mejor y más justo, y así esperaba recibirlo para cuando retornara por el camino.

El rey abandonó el valle, cazó y comió bayas y venado. Pero más pasaban los días, siguiendo río abajo entre árboles y follaje, más iba perdiéndose entre las sombras. Buscaba el camino del sabio pero en el fondo era a ella a quién buscaba. Su mujer, su amor, los ojos de lago, la piel de plata.

Una noche, mientras contemplaba la fogata, tuvo un súbito impulso: acercó su mano al fuego todo lo que pudo tolerar, y mientras lo hacía, miró a su alrededor, a las tinieblas que lo esperaban. Algo distinto habían en ellas, al igual que en el fuego.

Se tomó sus cabellos mustios y blancos, y siguió todo el trayecto hasta la corona. Se la sacó y sintió en la mano el frío oro, las esmeraldas, los rubíes destellando frente a las llamas vacilantes.

Miró entonces a la distancia, sintiendo el bosque, y un escalofrío distante comenzó a recorrerlo. Se puso de pié, corona en mano, y dejó atrás el fuego, la comida, su reino, su legado.

Bajó vertiginosamente por la espesura gritando “ Fjôrde”, repitiéndolo sin cesar al amparo de la noche. Una fiebre de vida había despertado sobre su piel y en su pecho. Quería volar y ser el águila, correr y ser el venado, subir a las colinas cercanas y cazar la luz de la luna y al final, sintiendo la tierra en sus pies, cantar con la energía de ese mundo la canción del lobo.

Fjôrde

Así pasó la noche, en un santiamén para los que conocen esa locura.

Llegó a la desenvocadura del río al amanecer, y frente a él despuntaron las montañas, las islas verdes rodeadas de neblina rosada y púrpura. Vio al sol iluminando ese sinuoso pasaje de mar, tierras escarpadas e islas esporádicas.

Y gritó el nombre de todo aquello que estaba viendo.

Y ese nombre fue Fjôrde.

Entonces, con la calma del amante, ingresó al verdadero reino regalando su corona a su amada, y se entregó a su silueta de tierra y finalmente, a sus brazos de agua.

Hermano

Transito ahora por el esqueleto desnudo de lo que algún día fueron edificios. Son como huesos blanqueados y horadados por el sol y el viento.

Vertiginosamente altos, establecen los muros de un laberinto que se extiende hasta el horizonte. Abajo, donde las sombras se reunen a tejer su reino de tinieblas y profundidades, discurre un riachuelo que desde acá no se alcanza a escuchar. Lo que sí se puede apreciar es que la naturaleza ha tomado su lugar de manera lenta y progresiva.

Ante el siencio del orgullo, avanza lo inevitable.

Hace mucho tiempo que se fueron mis hermanos hombres, algunos en el largo camino de la derrota; otros, en cambio, en una muerte que les fue invisible; se fundieron con el todo que los rodeó de improviso en aquel día y noche de fuego.

Estos son ahora sus huesos calados y esculpidos. La columna vertebral de un poder, de un estar, que pensaron supremo. Los adornaron con música y con letras y llegaron a reflejar el sol.

Soy yo, como testigo involuntario, quien aulla esas canciones de camino a mi tierra. Y aquí, sentado en mis cuartos traseros, contemplo el acantilado de los hombres.

Los hombres que fueron.

Sentencia

La verdad es que fue un juicio difícil y de resultado incierto. Llegó incluso a vislumbrar la posibilidad de ser declarado inocente, pero el golpe del martillo al final fue un golpe directo a su corazón.

– Se le condena a pagar 25 años, con sufrimiento mínimo y 5 millones de dólares de compensación.

Se lo llevaron mientras gritaba frases desesperadas de «soy inocente» y «piedad, clemencia».
El trayecto hasta el depósito fue una tortura en sí mismo. Siempre lo era.
Lo bajaron encadenado y lo dejaron en un cuarto minúsculo, donde tenía que desnudarse. Frente a él había un espejo de cuerpo entero. Si se miraba con atención, por aquí y por allá habían algunas partes levemente hundidas, seguramente intentos de otros condenados por romper la superficie reflectante, sin éxito.
El hombre se quedó ahí, sentado, mirándose entre la luz penumbrosa y la paredes verdes deslavadas. Se miró bien, un rato, memorizando su rostro. Se desnudó y se observó de cuerpo entero. Estaba atlético para sus 55 años, y es que se había esforzado para aquello: había dinero y trabajado duro ahí.
El llanto se abrió paso por su garganta y ojos. Simplemente explotó. Acto seguido, entraron por él.
Lo llevaron con poca resistencia de su parte. Lo subieron a la máquina, una especie de potro de tortura moderno con sus pies y manos extendidos en una desmejorada versión del hombre de Vitruvio. El cuarto estaba bañado en una potente luz roja.
Entonces vino el chasquido y el fogonazo azul.
Desde el cuarto de control escucharon gritar al hombre con una intensidad mayor a la que habrían esperado. Chequearon todos los parámetros, pero no interrumpieron el proceso. Al final, concluyeron que se trataba de un exagerado o una persona más sensible al dolor que el resto, y no hicieron nada.
Veinte minutos después fueron a buscarlo. Estaba colgando de los amarres de pies y manos, inconsciente.
Lo dejaron en el cuarto. Cuando comenzó a volver en sí, el horror se apoderó de él: quedaría guardado en su alma el dolor, la transformación, la renuncia de sus órganos y su piel frente a aquello que le arrancaba la energía y la fuerza de su cuerpo entero.
Abrió los ojos, y veía mal. De todas maneras, podía reconocer los contornos y la silueta que le devolvía el espejo cercano. Era la efigie de un anciano insignificante y patético.
Y aún le quedaba por pagar cinco millones.

La batalla de los Altos

El Alto protegía la humanidad cuando vio caer a la criatura. Era pequeña, frágil y desvalida, pero su vibración y apariencia causaba desconcierto entre las masas, y pronto se alzaron grupos que querían destruirla desde el miedo que les producía. Entonces, el Alto Oscuro aprovechó su energía y surgió entre los hombres

  • Veo que tienes un conflicto. Tendrás que elegir: la humanidad o la criatura.
  • No lo haré. Los protegeré a los dos.

Dicho eso, estiró sus brazos y los separó de plano. Humanidad y criatura sabían de su existencia pero no se podían tocar ni ver, sólo percibir. Pero la separación cósmica de planos requería un gran esfuerzo, y lo agotaba. Oscuro se aproximó por su espalda y le habló.

  • Tus fuerzas no aguantarán. Deberás elegir a quién torturaré, a quién dejarás indefenso. ¿Humanidad o criatura?
  • Ya hice esa elección, incluso antes de tener que pensarla – respondió – Elijo la criatura.
  • Entonces la humanidad es mía. La torturaré y sentirá el dolor de tu pérdida y mi presencia constante.
  • Sobrevivirá. Lo hizo antes de mí y soportará después. Siempre lo hace.
  • Sabes que no podrás volver.
  • Lo sé, y así lo decido.

Soltó los campos de protección de ambos, y mientras la tierra perdía su presencia y protección, se fundió en un abrazo de amor y protección perfecto e infinito con la criatura. La acunó entre sus brazos, sus miradas entrelazadas en un vínculo de adoración y los brillos de las estrellas deslizándose sobre sus corneas. Fue tal su amor que se conocieron completamente y se fundieron en un vínculo tan puro y completo que no cabía el miedo bajo ninguna forma. Los dos fueron uno, y se aceptaron en su totalidad.

Lo que los Altos no sabían fue que en ese proceso de conocimiento y autoconocimiento se produjo completitud absoluta, lo que permitió que el Alto subiera al rango de Altísimo, el representante del Uno absoluto.

Su cuerpo cambió, se volvió radiante y surgieron representaciones de alas tras suyo, alas de huesos rellenas de luz. Listo como estaba, volvió a la tierra.

Aterrizó en una llanura seca, rodeada de fuego y gritos. Vio que la humanidad estaba en lucha consigo misma y contra el Alto Oscuro.

  • Regresaste – dijo el Oscuro con furia – ya no puedes hacer nada. Tengo el poder de todo un planeta en mi control. ¿Qué tienes tú?
  • La completitud – respondió.
  • ¡Eso no te servirá de nada! – bramó.

Oscuro levantó montañas y se las arrojó. Él Altísimo vio venir desde antes el ataque y reaccionó con precisión. Luego el Oscuro lanzó relámpagos, lava y fuego, y el Altísimo los detuvo con sus manos y su energía, pero con gran dificultad.

  • Acabaré contigo! ¡Tengo poderes que no imaginas! ¡Puedo modificar la realidad, porque manejo los planos en que se construye la materia y que constituyen los pensamientos! ¡Te perderás en un laberinto de ideas recursivas e infinitas!

Dicho eso, le lanzó espejos de dimensiones paralelas y transversales. Pero lo que esperaba que fuera un laberinto se transformó en un pasadizo en donde los espejos fueron las paredes. El Altísimo avanzó.

  • Tus espejos y dimensiones no significan nada para mí. Conozco mi mente y corazón y en ellas vivo. Me conozco de manera absoluta, así que todas mis manifestaciones en todas las dimensiones avanzan al unísono hacia ti.

Y era cierto. En todos los planos, todas las partes del Altísimo avanzaban a través de los elementos, los espejos y los caminos que encontraban. Blanco era un todo armónico. Llegó al muro de espejo, detrás del cuál se parapetaba el Oscuro.

  • Y además sé tu punto débil.
  • ¡Yo no tengo punto débil!
  • Te lo mostraré – dicho eso, atravesó el espejo y golpeó con la punta del dedo índice en la frente del Oscuro, y le enseño su debilidad.
  • Estás incompleto – fue lo que le dijo – vacío y hambriento de algo que nunca se va a acabar. No importa los planetas que consumas, tienes un hambre interior inacabable, porque quieres llenar un vacío que no tiene fin. Porque estás incompleto.

Oscuro sintió primero y vio después aquel vacío que negaba con todas sus fuerzas, que trataba de llenar con cualquier cosa, y la sensación de eso fue horrorosa. Una vez visto no podía ser ignorado, y un grito surgió desde el fondo de su alma. Intentó llenarse a sí mismo pero no pudo, y esa conciencia y el esfuerzo por llenar lo inacabable se transformó en un hoyo negro que lo devoraba sin fin, en una conciencia de terror que se devoraba a sí misma eternamente.

La humanidad vio en los cielos nocturnos un anillo de gas colosal que emitía un sonido penetrante. El grito de terror del Alto Oscuro llegaba a todas las cosas hechas de materia. Aquellos en los que resonó la conciencia de falta cayeron al suelo retorciéndose de dolor, pidiendo un cuchillo para acabar con la agonía de su propia falta.

Los animales observaron a la humanidad y tuvieron piedad. Los herbívoros lamieron a los dolientes e intentaron ayudarlos a levantarse y cargar con el peso de su alma. Los que no pudieron hacerlo fueron rápidamente acabados por los carnívoros, poniendo fin a una agonía sin esperanza.

El Alto Oscuro sigue ahí, preso para siempre de su propia agonía. La gente ya no lo ve en el cielo porque milenio tras milenio las culturas acostumbraron los sentidos a ignorar aquel signo de terror que pende de los cielos.

Sin embargo sí recuerdan a nuestros salvadores, los animales. Se los representa en las paredes o se los adora como a dioses de justicia, benefactores terribles. Y durante todo este tiempo, el Altísimo sigue aquí, paseándose entre nosotros, blanco, radiante, impoluto, infinito.

Agua

Un hombre observaba la casa parapetado tras un montículo de tierra. El lugar en que se encontraba enclavada, un claro de hierba seca en medio de árboles de troncos blancos, permitía que otros estuvieran haciendo probablemente lo mismo: observar, calcular y prepararse para el asalto, dispuestos a matar.

Sí, él estaba dispuesto a matar. Había dejado morir a su compañera de viaje tres días atrás, y desde entonces sentía que se arrastraba por ese paraje con los sentidos embotados, con la sensación de estar en una constante borrachera, perdiendo esporádicamente la noción del tiempo y de cuando era día o noche. En su situación actual sabía que un enfrentamiento con cualquier persona sería su perdición. De todas maneras, la recompensa estaba ahí, a la vista.

Muchas veces pensó que la mera existencia de ese lugar era un cuento, una quimera para gente desesperada. Ahora, ¿qué debía hacer?

Esperó, quieto como las lagartijas. El calor constante se atenuó gracias al raro fenómeno de un cielo nublado. A su lado, una línea de hormigas realizaba su cadena acostumbrada de búsqueda y recogida de alimentos. Tuvo una fugaz imagen de su cadáver siendo diseccionado y llevado por esos incontables puntos negros y decidió moverse un par de metros a la izquierda.

Continuó con su observación, pues sabía a ciencia cierta que no estaba sólo. Esperaría todo lo que fuera necesario. Llevaba muchos meses en la carretera, atravesando pueblo tras pueblo, viviendo sus miserias humanas, siendo miserable y maldito. No era el hombre que partió, y si alguien le preguntara ahora quién era, no tendría una respuesta.

Hacía el atardecer escuchó un sonido de metal destrabándose. Se puso atento. Una puerta lateral se abrió para dejar salir a un hombre con chaqueta de vestir blanca, lentes ópticos y cabello rizado. Era él, el payaso que se burlaba de la sed de todos mostrando su tesoro inagotable de agua embotellada. Tuvo el impulso de salir corriendo, saltar sobre él y empujarlo contra lo más duro que tuviera a su alrededor. Quería golpearlo hasta la muerte, romper su cráneo como un huevo y que su sangre y sus sesos se esparcieran por todos lados, pero se contuvo. Volvió con dificultad a su conciencia de ser, y espero.

Sabía que alguna trampa había en los alrededores de la casa. No caería en ella, porque seguramente otro lo haría.

Pero no pasaba nada. Su cuerpo entero le pedía acción, correr y tomar la guarida del dragón y con él sus tesoros. Sin embargo, siguió esperando.

El hombre se retiró de vuelta a la casa y cerró la puerta. Nada sucedió, nadie lo atacó. ¿Que diablos pasaba?

Golpeó su cabeza contra el suelo con rabia. ¿Cómo tan idiota? ¿Cómo?

La noche llegó y él se quedó tendido ahí hasta dormirse.

Entre medio de sus sueños se coló el ruido de metales chocando, y luego rugidos. Lentamente y muy a su pesar fue volviendo a este mundo, y escuchó gente vociferando. Alzó la cabeza y, aunque tenía la vista desenfocada, logró ver algo que lo llenó de pavor.

La casa estaba en llamas.

Una turba de personas la atacaba arrojando piedras, lanzas y botellas con líquido incendiario. El metal de las paredes estaba ennegrecido, y en algunas zonas comenzaba a ponerse rojo.

Estaban destruyendo en ese instante todas las esperanzas que había depositado al principio de su viaje, y él se encontraba impotente frente a ello. Sentía que le estaban quemando el alma.

Comenzó a arrastrarse hacia la casa sin saber por qué. Ya no seguía ningún plan; en cambio, estaba en un estado mental de absoluto animalismo. Algún dictamen de su cabeza le llevaba a acercarse al fuego en vez de huir de él, y acató.

Dada la confusión general no supo en qué momento se abrió la puerta y comenzaron los disparos. Uno a uno, los atacantes cayeron abatidos. Siguió avanzando hasta quedar a metros de distancia del hombre, que cargaba un arma de repetición. A contra luz lo vio levantar el arma y dispararle. Se quedó quieto como piedra, e intentó identificar donde había entrado la bala pero no pudo, porque le dolía todo.

El hombre se acercó a él y le golpeó el rostro con la punta de la bota. Lo que sucedió después fue el resultado de millones de años de evolución puestos al servicio de la supervivencia. De improviso volvió toda su fuerza, se aferró de la pierna de su agresor y en una fracción de segundo lo tenía en el suelo, desviando con una mano la punta del arma y con la otra lanzando golpes a ciegas. Se escuchó una ráfaga de disparos y luego gemidos. La metralleta salió volando de las manos del agresor y este fue levantado y llevado en volandas al interior de la casa en llamas.

Adentro, el calor era casi insoportable pero el hombre estaba lleno de adrenalina. Encontró una escalera que descendía y arrastró al dueño de casa al subterráneo.

  • Enciende la luz – ordenó. Escuchó su propia voz como un graznido seco.

La habitación se delineó con repetidos destellos intermitentes, mostrando un cuarto de cemento rectangular. Era igual al de la imagen, sólo faltaban las incontables botellas de agua, frente a las cuales el tipo de anteojos, al que arrastraba ahora por la solapa de la chaqueta, se pavoneaba.

Este era el lugar, pero no había agua. Estaba vacío a excepción de una sola botella que se encontraba en una mesa de madera en el extremo de la habitación.

  • ¿Donde están? – le preguntó. La luz se estabilizó y por primera vez, ya dueño de sí mismo, vio lo que había hecho. El tipo estaba con el rostro hinchado, los lentes quebrados y el marco torcido. Comenzó entonces a sentir dolor nuevamente, pero antes de que los sentidos le informaran de todo el daño que llevaba consigo, este logró acallarlos. Aún tenía suficiente adrenalina en su cuerpo para poder negociar un poco más de tiempo

El hombre sollozó, e intentó incorporarse. Lo soltó para poder avanzar por el cuarto. Sus oídos se llenaron de un pitido y la idea más terrible de todas comenzó a reptar hacia él.

  • No hay más agua – escuchó. No quiso creerlo.

  • ¿Donde tienes escondida el agua? – rugió.

  • No… no hay. Nunca hubo.

Se dio vuelta y lo vio tal como era, un pobre tipo. Sabía que no estaba mintiendo pero no quería creerlo, no podía creerlo. Se fue con la promesa de volver con agua y eso iba a hacer. Así que se acercó a él con la amenaza de la muerte certera, y este intentó huir. Lo alcanzó cuando llegaba al final de la escalera y lo arrastró de vuelta al centro del cuarto, le sacó los lentes, los partió y le colocó la punta de un vidrio en la garganta.

  • ¡Donde! ¡Donde está el agua! ¡Esto estaba lleno en todos lados! ¡Qué hiciste con el agua!

Entonces, lo más impensable de todo, lo trajo de vuelta a la horrible realidad. Lo vio llorar.

Sin saber por qué, sus fuerzas se acabaron de golpe al lado de su victima, del hombre rico de agua, una farsa que siempre fue una posibilidad pero jamás una idea cierta.

– Fue una broma – le escuchó decir – que le envié a un grupo de amigos. Tenía esas botellas vacías y les coloqué un efecto para que pareciera que tenían agua – respiró profundo. – Algunos me insultaron y otros se rieron, pero no se cómo esa foto llegó a todo el mundo. Y no, no tengo más agua que esa botella. También me voy a morir de sed.

Era el fin de todo. De sus esperanzas, certezas y la vida misma. Todos los dolores de su cuerpo se manifestaron al mismo tiempo reclamando su atención, y la agonía se hizo insoportable. Cayó de rodillas y, sintiéndose infinitamente miserable, comenzó a llorar.

Lloraba sin lágrimas, aferrado a la solapa del pobre tipo. Miserable él, miserable todos. Su garganta seca y agrietada era un testamento de la tierra en la que yacía la humanidad.

  • Lo siento – dijo el hombre del que se sostenía.

No podía responderle. No tenía cómo. Aún aferrado a él y haciendo acopio de sus últimas fuerzas, lo apuñaló. Su victima abrió la boca pero sólo fue capaz de emitir un ligero gemido. Sacó el vidrio y lo volvió a apuñalar, y repitió el proceso innumerables veces, sintiendo cada cuchillazo con intensidad. Un momento después, su brazo se llenó de un líquido tibio y viscoso, el que también cayó sobre su pelo apelmazado por la suciedad acumulada durante todo el viaje.

Una sola botella de agua. Eso era todo. El cuerpo del hombre del que se aferraba se desplomó sobre él, moribundo. Logró apartarlo, se incorporó, y se fue tambaleante hasta la mesa. Tomó la botella, la abrió y se la llevó a la boca.

De repente se detuvo. ¿Qué estaba haciendo, desperdiciando agua en beber, en alargar su vida, en glorificar y justificar la muerte de su amiga, de este pobre diablo, la de los que afuera estaban tendidos con orificios de bala, de tantos millones de seres humanos? ¿Quién era él para este regalo?

Se alejó la botella un momento de la boca. Pensó, y se la acercó de nuevo. Dejó correr el líquido dentro de su garganta, el jugo delicioso de vida. Pero no fue un trago incesante, sino más bien el desesperado beso de un amante que se despide.

Alejó la botella de agua y derramó resto del líquido sobre su cabeza, dejando que escurriera por su cuerpo junto con la sangre y el polvo. Se daba un lujo sibarita, escandaloso. Eso fue lo que vieron los que entraron detrás de él con picas, escopetas y otras armas dispuestos a matar por el premio que no había.

En algún lugar del mundo, lejos de ahí, comenzó a llover por primera vez en muchos, muchos años.

Los amantes

Ese día, al despertar, ya no estaban enamorados

Se miraron repetidamente. Uno al lado del otro, sabían quienes eran y todo lo que habían vivido juntos. Y sabían que se amaban hasta la noche anterior, pero la sensación era como un eco distante, sucedido quizás en otra vida. Ahí, a centímetros de distancia, había una persona que no les importaba en lo más mínimo.

No era que hubieran perdido la memoria. Simplemente no había sentimiento por el otro.

No sabían que decir. Al principio se asustaron porque pensaban que era una situación personal,  pero la mutua mirada de perplejidad les dio a entender que a ambos les estaba sucediendo lo mismo.

No supieron que decir. Él miró el reloj, lanzó un garabato y corrió a vestirse para ir al trabajo. Ella lo imitó. Se despidieron con un beso que les supo a nada.

Se fueron pensando todo el trayecto, buscando en lo más recóndito de sus corazones. Testearon si esto les sucedía con otras cosas, pero no: amaban a sus padres, amigos, se asustaban con lo usual y odiaban también lo usual. Todo estaba en orden y normal a excepción del amor por su pareja. Simplemente ya no estaba.

El sentimiento fue reemplazado por una búsqueda mental incesante del mismo. No podía ser, si se amaban profundamente hasta la noche anterior. ¿Habría sido la discusión del fin de semana pasado? No era posible, eran temas superfluos y había terminado bien. ¿Alguna rabia acumulada, algo que no se dijeron en su momento y ahora emergía para separarlos?

Si así fuera, reflexionaron ambos, estarían enojados, tristes o algo semejante, pero no la situación de realmente no sentir nada por el otro. Ni siquiera estaba la angustia del echarlo de menos, de extrañarlo, de la muerte del amor. Nada.

Nunca se habían amado, así se sentía.

Esa tarde llegaron a hablar del tema. Eran dos perfectos desconocidos con recuerdos mutuos, casi amigos. Hablaron con calma y cordialidad sobre eso, sobre lo que les pasaba. Decidieron ir al médico, porque no era normal.

Pasaron por diversos especialistas. Endocrinólogos, neurólogos, psiquiatras y psicólogos les tomaron muestras, hicieron estudios, preguntas varias, y todos sin excepción concluyeron que estaban perfectamente sanos. No había una respuesta para su situación (no podían llamarlo «mal» porque no se sentían para nada mal).

Después de varias semanas, una mañana de sábado, decidieron poner punto final a su relación. Se preocuparon por dejar las cosas saneadas en lo económico y un par de semanas después él se mudó al edificio del frente, prometiendo estar en contacto por si las cosas cambiaban. Un abrazo fuerte, un beso en la mejilla, y adiós

Han pasado algunos meses. De lunes a viernes, a las ocho de la tarde, ella se pone en la ventana para observar el departamento de él. Mira hacia el cuarto iluminado sólo por la televisión y alcanza a observar su cabeza, sus lentes y peinado desordenado que tanto conoce. Al hacerlo, busca alguna añoranza entre los recuerdos que tiene de sus vacaciones con él , abrazos nocturnos, saltos de alegría al verlo y dolores cuando pensaba que podían distanciarse.

Nada. Aún no pasa nada. Está mirando el cuarto de un desconocido.

Astronauta

Un manto de energía cósmica se deslizó sobre su cuerpo con la delicadeza y la lentitud de la seda moviéndose en gravedad cero.

Abrió los ojos. La nebulosa se dibujaba frente a ella, inconmensurable y saturada de todos los colores del universo. A su espalda estaba la oscuridad, una cáscara de metal desgarrada por asteroides y los cuerpos ingrávidos de sus compañeros.

Contempló con calma aquella maravilla. Le recordaba el árbol de navidad que había en su casa cuando era pequeña. En cada rincón de él había un adorno o una luz. Ella amaba esa imagen, y la emparentó con la que ahora abarcaba todo su espectro visual.

Todo había perdido sentido: sus problemas familiares, las deudas, los deseos mundanos, los cuestionamientos filosóficos. Estaba inmersa en una nueva realidad, la de flotar, en completa quietud, frente a la luz de la creación.

Sólo faltaba algo. Lo haría cuando se sintiera lista.

En el momento perfecto, luego de unas respiraciones profundas, procedió a sacarse el traje.

Este nuevo modelo tenía la posibilidad de ser expulsado de un sólo movimiento. Sin embargo ella, ritualista, intentó sacar una pieza a la vez.

Anuló el primer sello de seguridad, pero en el momento de retirar el guante las alarmas de emergencia sonaron, y dudó. Se resignó, tomó aire y continuó.

El dolor fue inenarrable, semejante a que le cortaran el brazo y se lo quemaran al mismo tiempo. Su cuerpo se comprimió en defensa y quedó en posición fetal. El traje se autoselló al percibir las señales de auxilio. Ahí quedó, sollozando frente a las estrellas.

Quería a su mamá. Quería que la acariciara y que le dijera que todo iba a estar bien, que la protegería de la muerte que se avecinaba. Su madre, su querida madre.

Ni siquiera podía hacerse cariño a sí misma con ese traje. “Ya voy, ya voy mamá” se decía entretrecortadamente. Lo repitió una y otra vez mientras anulaba los últimos sellos de seguridad.

Estiró los brazos y las piernas para que el sistema pudiera expulsar todas las partes sin interrupción. Gritó a todo pulmón que iba a su encuentro, y frente a la calma infinita de la nebulosa, el traje se abrió.

Sintiendo un dolor infinito, abrió los ojos para no perderse los últimos segundos que le quedaban frente a la luz del universo y despertó de golpe.

Sudaba frío. El cuarto estaba en penumbra, iluminado por las tenues lámparas solares ubicadas en las esquinas del camarote. Se quedó en la cama, estupefacta, escuchando la respiración de sus compañeros mientras dormían.

Tuvo la certeza de que su sueño se volvería realidad. La falla inexplicable en los cálculos de telemetría del computador, los asteroides pasando a toda velocidad alrededor de ellos, la carrera hacia los trajes, la ruptura de la nave y luego el silencio y la luz, esa maravillosa luz que lo envolvía todo ahí afuera.

Miró por la ventana y suspiró. Bajó en silencio y se dirigió hacia Ingeniería, con sus ojos llenos de estrellas y el destino dando vueltas en su pecho como un agujero negro.

Tenía un computador que reprogramar.

Realidad

Tortuga, Dragón y Embustero entraron al bar.

Para llamar la atención, Embustero conjuró una esfera de color azul y la paseó por el abarrotado local. Ascendió y descendió entre las mesas y sillas, y jugueteó con el humo del apestoso tabaco que se daba en aquella zona pero nada, ellos no existían.

  • Atención, gentes de Tyrian – dijo Tortuga mientras realizaba un floreo – La compañía del Noreste acaba de arribar a vuestro pueblo. Nos sentaremos en aquella mesa del fondo y esperaremos que se acerquen a contarnos sus problemas. Tarifa diferenciada para quien nos invite una cerveza.

Dicho esto, se dirigieron al lugar en cuestión, donde ocuparon una mesa redonda pequeña. Dragón, que era irrisoriamente alto, daba la impresión de estar sentado junto a dos niños.

Esperaron fumando sus pipas. “El trabajo llegará hoy”, se decían en voz baja. El negocio había estado malo desde el comienzo de la guerra, así que les daba lo mismo si les pedían acompañar una caravana, rescatar doncellas o ajusticiar a alguien, mientras se les pagara en buen oro.

Se alegraron al ver un grupo de hombres caminando hacia ellos. Sin embargo, al reconocer el rostro del que lideraba la comitiva se les paralizó el corazón.

  • Enric- atinó a decir Embustero.

  • Imposible – murmuró Dragón, estupefacto– Está muerto. Tortuga lo mató de un flechazo en el ojo.

La mujer se levantó con la velocidad del rayo y cargó dos flechas en su arco. El hombre, que llevaba un vistoso parche en el ojo izquierdo, levantó su mano y dijo con voz firme.

  • No.

Tortuga quedó paralizada. “¡Maldición!”, gritó mentalmente, “¡Mil millones de maldiciones! ¡Malditos sean todos los magos!”

Embustero y Dragón salieron del estupor y reaccionaron como equipo. El gigante tomó la mesa y la usó de escudo, mientras Embustero murmuraba palabras al mover a sus manos.

Un jalón poderoso e invisible arrebató la mesa de las manos del guerrero, la que fue a chocar con otros objetos del bar, ahora vacío.

  • Muy bien, equipucho. Me asaltaron, me dejaron tuerto y escaparon con la corona de Hespie. Debería aplaudirlos en vez de matarlos.

  • Me parece una buena idea – dijo Dragón con voz cavernosa – Apláudenos y luego márchate.

El tuerto hizo un gesto con la mano, y la tenue luz celeste que se reunía entre las palmas de Embustero se deshizo como humo.

  • Eso no lo necesitarás- dijo Enric – así que no te desgastes.

El hombre hizo una mueca de resignación.

  • Tenía que intentarlo.

  • Lo se. Ahora, ¿cómo quieren morir?

  • No queremos – respondió Dragón y sacó su espada larga – y tú tampoco, así que vete antes que haga un truco de magia contigo y te divida en dos.

  • Es una buena propuesta – Dicho eso, levantó la otra mano y paralizó a los hombres – Mi estimada señorita Tortuga. Si fuese tan amable…

A un gesto de la mano que la controlaba, la mujer se volteó lentamente y apuntó a sus compañeros y amigos de toda la vida.

  • No – rogaba entre sollozos -No… por favor…

  • Ahora – dijo el mago.

Sonó el tañido de la cuerda al soltar la tensión y una flecha atravesó el cráneo de Dragón y la otra se enterró en el estómago de Embustero. El guerrero la miró con ojos inexpresivos durante unos segundos antes de perder todo interés en este mundo material y el joven mago aulló de dolor. La mujer estalló en llanto y de rodillas abrazó el cuerpo de su gigantesco amigo.

El tuerto sonrió y se retiró del lugar, seguido por sus discípulos. Al salir, chasqueó los dedos y en cosa de minutos el edificio estuvo envuelto en llamas. Con el fuego como telón de fondo, Enric declaró en voz alta a quien quisiera escucharlo.

  • No hay héroe bueno si está muerto.

Liberación

Y así fue como voló por el mar.

No sobre las olas como los peces voladores, sino que por abajo como las mantarrayas. Brazos abiertos y ojos cerrados, deslizándose suavemente bajo la superficie, siguiendo las corrientes oceánicas con la claridad de los peces que viven ahí.

No había memoria en ella durante ese instante, ni de la caída mortífera ni de la gente que la había arrojado desde la superficie. Ahora, era una entidad más que recorría esas carreteras submarinas en busca de la ansiada paz, esa que todos añoramos desde el momento en que nacemos.

Moriría, si. Dentro de pocos minutos. Pero mientras le quedara algo de vida la usaría para viajar por el reino que está vedado a los humanos.

Sintió la corriente de agua fría tomar su espalda y llevarla hacia las profundidades de las cuales no saldría nunca más. ¿Asesinato? La intención había sido esa, pero ella se lo estaba tomando desde la perspectiva de que una vida de miedos no era vida. Casi le estaban haciendo un favor.

¿Debería agradecerles? Quizás. Si se liberaba de las cadenas de lo carnal y el mar le daba permiso para abandonar su reino, viajaría tierra adentro hacia los bosques alrededor de la montaña, y buscaría a las personas que no habían entendido que su patriarca podía amar más a una joven como ella que a la gastada y aburrida señora que tenía durante tantos años.

Desde las aguas cada vez más oscuras y frías le parecía algo tan infantil, tan mínimo el estar preocupado de quién le pertenece a quién. En aquel reinado vasto, pesado, profundo e infinito, todo era silencio atemporal. Un segundo valía lo mismo que un millón de años, suspendida en aquel trance de agua.

Descendió más aún y respiró agua, que entró a su cuerpo y luchó por las venas y arterias para expulsar a la sangre de sus conductos. Pensó que se ahogaría y que el dolor sería insoportable, pero no fue así. Al contrario, se sintió más líquida, más libre, más pez que lo que su conciencia le dictaba.

En ese momento entendió que algo raro pasaba.

No quiso mirar su cuerpo. No quería encontrar que no tenía manos ni pies sino aletas, y que su conciencia no era la de un ser de la superficie sino uno acuático.

¿Habría sido raptada y ahora la devolvían? ¿Era un sueño lo del amorío de su señor por ella?

¿O era simplemente una mascota con conciencia prestada?

“No voy a mirarme”, se respondió. Prefiero morir cómo lo que creo que soy y no vivir como otra cosa que desconozco.

Pero no murió. Ni en ese momento y al siguiente. Respiró profundamente y el agua la abrazó. Había mucho amor en ese roce.

«¿Soy un pez?»

Abrió los ojos. Tenía brazos y piernas. Sonrió, y con esa sonrisa cayó hasta el fondo del mar, en paz. Ahora esperaría audiencia con quien correspondiera, porque tenía una visita pendiente que realizar.